Ser director de cine es un trabajo muy incierto. Es difícil poder dedicarse toda la vida a hacer películas, «el mejor trabajo del mundo» según Sidney Lumet. No es raro que los directores busquen sus propios mecanismos vitales para seguir haciendo películas. Necesitan que alguien les dé su dinero para que ellos «creen», «dirijan», «realicen». El director de cine, entonces, vive en constante malabarismo. Debe legitimarse socialmente. El resto de la comunidad debe admirar sus capacidades para emocionar, mostrar otros mundos, o simplemente (y quizás lo único que importa a sus financistas) para hacer películas que vayan a ver muchas personas.
Como ésa es su realidad, los directores de cine no son ajenos a estrategias de sobrevivencia, estrategias que se analizan muy poco cuando pensamos en una película. Se dice, «todo está en la película», «lo único que vale está en la pantalla». Y estoy de acuerdo. De hecho, cuando el cineasta se hace más notorio que sus películas, es porque sus películas están diciendo cada vez menos. Pero no podemos negar que los combustibles de la creación, lo que gatilla hacer una película y no otra, no está fuera del análisis de la obra.
Todo esto me viene a la mente por «Match Point», la última de Woody Allen. Woody Allen es hoy un cineasta muy poco interesante. No nos ceguemos más. Eso no va a destruir los bellos momentos que vivimos viendo sus películas. Ni el comienzo de «Manhattan», ni la simpatía de «Días de radio», ni los chistes absurdos ni la soledad de «Annie Hall». Esos momentos estarán con nosotros por mucho tiempo. Quizás para siempre. Pero la nostalgia no puede ser tan mala consejera: eso no significa que alguna de sus últimas trece películas estén a ese nivel de cariño en nuestro olimpo personal (como alguna vez lo llamó René Naranjo, hablando precisamente de Woody Allen). Todas las últimas obras, aunque nos sacan una que otra sonrisa, y tienen uno que otro momento en verdad emocionante (y acá podríamos discutir mucho, pero para mi gusto uno no puede olvidarse del final de «Dulce y melancólico», o del actor siempre desenfocado de «Los secretos de Harry»), las películas en su conjunto no pasan de ser muy pobres remedos de sus anteriores.
Es casi un juego cinéfilo, y uno algo perverso, discutir y votar cuál fue la última gran película de Woody Allen. En mi caso esa es «Maridos y esposas» («Crímenes y pecados» es lejos la mejor, pero no la «última gran» de sus películas). He escuchado a gente decir que es «Los secretos de Harry» (que debe ser la peor). Pocos nombran «Dulce y melancólico», que acabo de nombrar, que a mí me encanta, tiene un gran-gran personaje principal, pero que hace poco volví a ver con cierta amargura en la boca.
Pero lo cierto es que todos tenemos un voto en esta mesa. Woody Allen es de esos cineastas que nos permiten a todos sentirnos un poco críticos de cine. Es un cineasta que nos habla directo, y con herramientas muy simples nos hace reflexionar. Nos trata con cariño. Es querible. Es un hombre que ama al hombre de la calle y sus torpezas. Y comprende las ambiciones de tener mejor sexo, ganar más dinero o querer ser querido por el resto. Woody Allen nos cae bien porque hace un cine que no juzga la bajeza humana: se ríe de ella, la comparte, pero no la indica con el dedo.
¿Cómo no quererlo?
¿Cómo alguien puede ser tan malvado como para juzgar a un cineasta de 70 años, y exigir que sea tan fresco como cuando tenía 40? ¿Cómo alguien puede esperar que un cineasta tenga tantas inquietudes como antaño, siendo que ya va en su largometraje número 35?
Es verdad. Hay que ser bien malvado para pedir algo así. Pero también, hay que ser bien ciego para andar armando fiestas con cada nueva película de Woody Allen, como si el abuelo fuera un anciano en coma a quien le celebramos que acaba de mover un pulgar del pie.
«Match point», la película del caso, es un cinta muy molesta porque repite muchos elementos de la mejor de sus obras que es «Crímenes y pecados». Esto, repetirse, había pasado con películas anteriores («Balas sobre Broadway» andaba por los mismos callejones de «Broadway Danny Rose»; «La maldición del escorpión» y «Misterioso asesinato en Manhattan», y «Ladrones de medio pelo» no están ni cerca del misterio y la magia y el humor de «La rosa púrpura del Cairo»… puedo seguir, pero no quiero salirme del punto), pero ahora da más rabia: puedo entender que un humorista repita sus chistes; lo que no entiendo es que un cineasta repita (y no «vuelva a explorar», «repita», por el mismo camino, con los mismos métodos narrativos) sus mejores momentos con la impunidad del espectador de mala memoria. «Match point» tiene una sola idea nueva, dentro del resto de las películas de Woody Allen, y esa idea es restregada en la cara del espectador al comienzo y al final de la película. La idea, de papel, una frase literaria, es ilustrada. Vemos la idea. En cámara lenta.
Me parece algo cercano a lo intolerable. Pero no lo es. El maldito Allen tiene la capacidad de usar su talento para dirigir actores, crearles momentos románticos de soledad y disgresión interna como ningún otro director actual. Pero ese talento parece condenado, ya desde hace varios años, al vagabundeo. A la errancia artística. Al destierro de los vivos.
Woody Allen sigue vivo, y filmando, y lleno de energía. Y eso no deja de alegrarme. Soy tan iluso como el que más. Todavía espero que la próxima de Woody Allen en Londres sea la mejor película de su carrera. Pero eso no quita que revisando sus últimas 13 películas (no me perdí ninguna todavía) quizás hubiera preferido que no hubieran hecho tantas películas. Que esas películas de una sola idea se hubieran comprimido, digamos, en menos películas. Que filmar no se haya convertido en un deporte, en una rutina de todos los otoños. No tenemos, de verdad, por qué ser testigos tan cercanos de esta desidia.