19 de octubre 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Martin Scorsese,
apoyado en un poste
en la esquina de las calles Hester y Baxter,
una de las locaciones que ocupó
para filmar Calles peligrosas,
Mean streets
, en Nueva York.
© Jack Manning/Hulton Archive
, 1973

Las categorías de sujetos que pueblan el mundo de Scorsese no le deben nada a la sicología ni a la antropología contemporáneas, y todo al Antiguo Testamento, ese universo regido por un Dios implacable e interpretado por unos profetas que son modestos hombres. Scorsese siente una fascinación ambivalente por los personajes autodestructivos y en la sensación de peligro que ellos irradian se halla implícita una visión sobre los despeñaderos por donde transita el arte.


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HAY MÁS DE UN JOEY en las películas de Martin Scorsese. El primero aparece en el largometraje con que debutó. ¿Quién golpea a mi puerta? (69) y retrata a un temperamental amigo de adolescencia del cineasta, un sujeto desbordante que puede llevar a su pandilla a aventuras autodestructivas. El del título de este artículo pertenece a El Toro salvaje (80), es el hermano del boxeador Jake LaMotta y, a pesar de su ferocidad, constituye el dique de contención del pugilista, que en este caso es el propietario del impulso autodestructivo.

En el mundo de Scorsese, ser humano significa dudar, temer, vivir la vibración del pecado

En las películas de Scorsese hay también muchos Jimmy, Jake, Tommy, Paulie, Nicky, Billy, Johnny y todo el repertorio del slang neoyorquino con sus barítonos diminutivos, y sus funciones son siempre intercambiables porque, en este cine tenso y sincopado, todo depende de la esquina en que estás parado.

Jake LaMotta piensa que quizás paga sus pecados en el ring. Lo mismo creen el Charlie de Calles peligrosas (73), para quien “el pecado se expía en la calle”, y Max Cady, que se compara con Virgilio conduciendo su barca hacia las puertas del infierno en Cabo de miedo (91), y el Jesús de La última tentación de Cristo (88), que va a dar al Gólgota, especie de calle de la deshonra del suburbio suroriente del Imperio Romano.

El salto del Joey de la Little Italy neoyorquina hasta los otros personajes (incluyendo a Jesús) es uno de los más extraordinarios de la historia del cine y proporciona una medida del poder cognoscitivo de Scorsese. Hijo de una familia de inmigrantes italianos, católicos y modestos, y cinéfilo desde niño, Scorsese comenzó a filmar con lo que casi podría considerarse un programa adolescente: registrar su propio mundillo, el de sus amigos y sus calles, con cierta vocación de realismo social. Hasta Taxi driver (75), su filmografía es intensamente autobiográfica y se ve invadida por la tentación de las citas-homenajes. A partir de ese año resulta nítida una mutación que antes sólo parecía potencial.

Con los mismos temas y personajes, como si el barrio y los amigos se hubiesen desdoblado para revelar una íntima universalidad, Scorsese construye un mundo cada vez más denso y matizado. No es poca cosa: el minimalismo de las películas de la esquina se ha revelado como la tendencia más paralizante del cine contemporáneo, un refugio prestado por la antropología o el sicoanálisis para eludir la confrontación con los verdaderos rivales, que son las grandes obras. Scorsese es uno de los pocos cineastas que dejaron de temer a las enormes sombras que lo anteceden, y el instrumento de esa mutación ha sido el estilo, depurado desde el instinto testimonial hacia lo que hoy, después de La edad de la inocencia (93) y Casino (95), es el corazón del intrigante poder de su cine: la calidad alucinatoria de las imágenes.

Es arriesgado atribuir la condición canónica a un director en plena actividad; pero aunque se detuviera ahora mismo, la carrera de Scorsese muestra una de las evoluciones más fulgurantes de la historia del cine y, junto con el enorme influjo que ha ejercido en generaciones posteriores, le asegura un lugar en el canon.

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