6 de julio 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Marcelo Mastroianni y Anita Ekberg
en una escena de La Dolce Vita (1960)
de Federico Fellini

© Hulton Archive

Federico Fellini, que en nuestras academias goza de un prestigio casi olímpico, fue un cineasta atractivo (especialmente en sus primeras películas) y no se le podría discutir su condición de autor. Pero en conjunto, su obra ocupa un peldaño bastante inferior a la de los cineastas mayores. Cuando se la ve sin la nostalgia de los 60, incluso “La doce vita” resulta un vagabundeo intelectual de menor cuantía, cargado de retórica altisonante y con un estilo visual inclinado a la afectación.

A la crítica que por muchos años ha creído que las películas deben ser tributarias de otras artes y otras disciplinas hay que atribuir el divorcio temprano entre arte popular y valoración estética. Muchas grandes películas fueron apreciadas por públicos masivos mientras recibían el desdén de la crítica artística. No hay nada de malo en apreciar intensamente a Fellini. El problema está en creer que él marca algún tipo de cumbre en el cine. En conjunto, su obra ocupa un peldaño bastante inferior a la de los cineastas mayores.


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A LA CRÍTICA QUE POR MUCHOS AÑOS ha creído que las películas deben ser tributarias de otras artes y otras disciplinas hay que atribuir el divorcio temprano entre arte popular y valoración estética. Muchas grandes películas fueron apreciadas por públicos masivos mientras recibían el desdén de la crítica artística.

La afirmación de que “en gustos no hay nada escrito” es una falacia inhabilitante, de esas que zanjan todo debate antes de empezar. En los ambientes ilustrados esta consigna encubre cierta pereza intelectual y en los sectores medios impone el discreto estatus del arribismo por sobre la humillación del desconocimiento

No hay nada de malo en apreciar intensamente a Fellini. El problema está en creer que él marca algún tipo de cumbre en el cine. En conjunto, su obra ocupa un peldaño bastante inferior a la de los cineastas mayores. En cien años de historia, el santoral del cine ha conocido grandes y dramáticas variaciones en la búsqueda de una especificidad artística. Hasta los años 20, los críticos “serios” elogiaban al cine que mejor imitaba al teatro; en Francia, que durante gran parte del siglo fue la capital de la crítica especializada, se acuñó la expresión film d'art para distinguir a los productos con pedigree escénico de aquellos quiltros que fascinaban a las multitudes.

Durante los 20 y 30, las palmas se las llevaron las obras de avant-garde, aquellas que querían llevar a la pantalla las sacudidas que vivía el mundo de la plástica. En los 30, y hasta los 50, el turno de la gloria correspondió al cine literario: aplausos para las películas que se atrevieran con las obras de escritores grandes y pequeños; la camera-stylo (cámara-lápiz) del por otro lado interesante Alexandre Astruc fue una sofisticada culminación de esa tendencia. En los 50 y 60 el prestigio se desplazó hacia uno de los géneros oblicuos de la literatura, la ciencia social, por cuya virtud las películas debían ser retratos societarios directos o indirectos, declaraciones sociohistóricas o testimonios de fe en el progreso.

Tal vez esta peregrinación fue necesaria, pero tuvo efectos perniciosos que han perdurado. A estas corrientes críticas hay que atribuir, al menos en parte, el temprano divorcio entre arte popular y valoración estética, un fenómeno que se produce en las artes maduras pero que ha acompañado al cine casi desde su nacimiento. Muchas grandes películas del pasado fueron apreciadas por públicos masivos, mientras recibían el desdén de la crítica “artística”.

Jean Mitry produjo un libro, famoso por muchos años, donde elogiaba a John Ford por El delator, Las uvas de la ira y El Fugitivo, mientras deploraba la mayoría de sus westerns; las primeras seducían a las academias, pero las segundas llenaban las salas.

Si el tiempo ha corregido parte de estas distorsiones, es porque proporciona la más importante de las medidas del arte, que es también la única que lo aproxima con la historia: sobrevive lo que puede. A la fuerza estética sólo puede oponerse la fuerza estética. Los westerns de Ford tienen hoy la vitalidad y el vigor expresivo que sus películas más “refinadas” no conservan del mismo modo, por la sencilla razón de que en ellas vibra la vida muy por encima de las ideas y porque movilizan una estética de la acción que no es tributaria de la pintura, el teatro, ni la literatura.

Por otro lado, sin esas idolatrías “serias”, con sus correspondientes decadencias, habría menos certezas de las ya pocas que hoy tenemos.

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