6 de diciembre 1998
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Akira Kurosawa
presentando su película The throne of blood,
Trono de sangre
en el
National Film Theater de Londres
© Hulton Archive
, 1957

Akira Kurosawa es un cineasta posnuclear en todo lo fundamental, y la pesadilla atómica constituye el trasfondo sobre el cual encuentra una salida al vacío existencialista: el heroísmo secreto, personal y final.


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LA FRASE DEL TITULO PERTENECE al gángster Matsunaga, amo del suburbio, hombre apuesto y ahora tuberculoso, que intenta describir, con cierto aire de desafío, al doctor Sanada, de quien no se sabe si bebe para mitigar la visión atroz de sus pacientes marginales, o si vive entre esos pacientes precisamente porque es alcohólico. La película se llama El ángel ebrio (48) y marca el momento a partir del cual Akira Kurosawa, hasta entonces concentrado en unas historias desgarradoras acerca de las ilusiones perdidas, poblará al cine de ángeles sucios, esos santos laicos que le conferirán su eminencia como uno de los grandes artistas del siglo: El doctor Sanada y su eco posterior, Niide (Barbarroja, 1965), el comisario Sato (El perro rabioso, 1949), el burócrata Watanabe (Vivir, 1952), los samurai de Yojimbo (1961) y Sanjuro (1962), el cazador Dersu Uzala (1975) y por supuesto el maestro Uchida de su testamento fílmico, Madadayo (1993).

Kurosawa tiene su lugar en el canon precisamente porque, como todos los cineastas mayores, filmó también lo infilmable

La evolución de Kurosawa es un fenómeno de fases muy marcadas. Aunque hizo su aprendizaje con la generación fundacional del cine japonés y las tres primeras películas que dirigió no son totalmente ajenas al “esfuerzo de guerra” del Imperio del Sol Naciente, fue un director cosmopolita en un país reticente al interculturalismo. Este hecho confundió por años a una parte de la crítica occidental —en especial, la francesa—, que tendió a desdeñar el trabajo de Kurosawa por contraste con la “pureza” oriental de Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. Hoy parece ridícula la defensa de semejante aislacionismo cultural, pero los 50 y 60, en fin, abundaron en esa clase de cosas risibles.

Donde Mizoguchi y Ozu traducían los principios contemplativos del budismo y del zen, Kurosawa introdujo parte de la retórica narrativa occidental —fragmentación del espacio, montaje dramático, alternanacia de planos—, aunque entonces no se sabía que su propósito era llevarla hasta límites inesperados. Las influencias de la vanguardia soviética —Eisenstein y Dovzhenko— y del clasicismo americano —John Ford— son notorias en toda la primera etapa de la carrera de Kurosawa; pero a partir de los 50 la relación se invirtió y fue él quien creó las referencias para las generaciones nuevas, como es ostensible desde Sam Peckinpah (y su hijo bastardo Sergio Leone) hasta Steven Spielberg.

Pese a la fecha de su debut, Kurosawa es un cineasta posnuclear en todo lo fundamental, y desde Nuestra juventud (1946), la historia de unos jóvenes universitarios arrasados por la lucha contra el fascismo, su visión fue derivando hacia la búsqueda de un heroísmo posible en un mundo de ruina material y moral. La pareja que ensaya un modo de soñar en el Tokio bombardeado de Un maravilloso domingo (1947) o el policía que se interna en el submundo buscando su pistola robada en El perro rabioso (1949) son muestras casi perfectas de esa interrogación.

Se ha debatido con cierta profusión acerca del instante en que el cine de Kurosawa despegó de la voluntad de estilo y la originalidad de las historias hacia la radicalidad insólita que proponen sus metáforas maduras. Dado que fue un cineasta altamente autoconsciente, tal vez sea justo atender a sus propias palabras, según las cuales una adaptación de Dostoievski, El idiota (1951), cambió el curso de su obra, no sólo por la resistencia que ofrecía la base literaria, sino por el vértigo de contar una historia que trata a la vez sobre la imposibilidad de la bondad y sobre su desesperada necesidad.

Esa constante tensión de El idiota hace posible Vivir (1952), donde el burócrata desahuciado se entrega a la causa de transformar una ciénaga en un pequeño parque; y su monumentalidad anticipa la de Los siete samurai (1954), donde un grupo de guerreros se sacrifica para defender a un poblado campesino que al final le dará la espalda. Ambas se cuentan entre las obras magnas del cine, no ya por el dominio del estilo, sino porque ese estilo ha sido definitivamente puesto al servicio de una noción trágica de la nobleza.

Al margen de que Kurosawa alternase el género histórico con las intrigas contemporáneas, su héroe permanente no es el samurai, sino el ronin: el luchador que, habiendo perdido a su señor, yerra en busca de un nuevo sentido para su vida. Ronin es Kambei, el jefe de los caballeros andantes que hallan una verdadera misión en la causa ajena, anónima y secreta de Los siete samurai, como los dos Sanjuro que intervienen en las surpaciones de Sanjuro y Yojimbo. Pero lo son también, a su manera, el doctor Sanada, el funcionario Watanabe y el ejecutivo Nishi, que quiere desenmascarar a sus jefes corruptos en Los malvados duermen bien (1960).

Es difícil no oír en estos héroes de contracorriente ecos recíprocos con el cine de los grandes maestros norteamericanos. Sanjuro y el médico de Barbarroja son tan profesionales como los personajes de Howard Hawks y unos y otros comparten la decisión de atravesar con estoicismo “el valle de las sombras”. żY sería insolente relacionar al Ethan Edwards de Más corazón que odio con el amargo perfil de un ronin?

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