23 de noviembre 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Buster Keaton
tratando de conseguir esposa en una escena de
Siete oportunidades, Seven chances (1925)
© Hulton Archive

La astucia de Chaplin, que lo llevó a fundar con otras estrellas United Artists, contrasta amargamente con la inepcia financiera de Keaton, que trabajó hasta viejo por estricta necesidad. Desde el punto de vista de la masividad, Chaplin triunfó y es un mito. Keaton es un fantasma. Sin embargo, su cine es de mayor calidad estética.


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ESCRIBE MIGUEL MARÍAS: “EXISTE desde los años 20 una absurda pugna entre los partidarios de Charles Chaplin (supuestamente establecidos y conservadores) y los de Buster Keaton (pretendidamente iconoclastas y progresistas), mal planteada de salida no veo la necesidad de prescindir de uno en nombre del otro, pues los dos son grandes actores y cineastas y que procede, en parte, de sus diferencias de carácter. Es cierto que hay razones para defender la superioridad ética de Keaton sobre Chaplin, pero siempre que no se amplíe al terreno cinematográfico, histórico e ideológico”

Personalmente, de entrada, considero que si hay razón para defender la superioridad ética de Keaton, no hay necesidad de eludirla. Es cierto que no hay motivo ni posibilidad para prescindir de Chaplin, pero si las razones estéticas no son también un poco éticas (y no sólo cinematográficas, históricas e ideológicas), ¿cuál es entonces el sentido de la estética?

La mujer demencial, el mayor aporte de Keaton al cine, es una criatura delicada que puede ser astuta o estúpida, pero de la que es imposible no enamorarse

El debate, como dice Marías, ha existido desde los 20, cuando Chaplin y Keaton eran estrellas en plena vigencia, y no ha podido ser evitado por los analistas de uno y otro, pero menos por los de Keaton. La razón es sencilla: Chaplin devino el más extraordinario fenómeno de la cultura de masas, mientras Keaton fue arrumbado en el armario de las rarezas. A Chaplin le fueron excusadas enormes violencias creativas plagiar música para Luces de la ciudad, apropiarse del guión escrito por Orson Welles para Monsier Verdoux, minimizar la aparición de Keaton en Candilejas, mientras Keaton fue ultimado por una sucesión de malas decisiones contractuales. La astucia de Chaplin, que lo llevó a fundar con otras estrellas United Artists, contrasta amargamente con la inepcia financiera de Keaton, que trabajó hasta viejo por estricta necesidad. Desde el punto de vista de la masividad, Chaplin triunfó y es un mito. Keaton es un fantasma.

Pero las principales razones para afirmar la eminencia de Keaton son de naturaleza estética y emergen con peculiar fuerza cuando se analizan las filmografías comparadas. Como uno de los autores más antiliterarios de la historia, Keaton se reserva a sí mismo un lugar en esa tradición americana que se resiste a considerar las formas de entretención como productos de arte y en especial como vehículos de conocimiento. Sin embargo, su cine es más lúcido que el de Chaplin y el de Harold Lloyd el otro grande de esos años, como lo demuestran las penetrantes reflexiones sobre el espacio fílmico de Sherlock Junior (24) y El camarógrafo (28), tal vez las primeras películas que analizan en forma exhaustiva el fenómeno de la construcción de realidad en el cine.

Keaton es el maestro del espacio cinematográfico, al que liberó del realismo para convertirlo en una función de la conciencia. El detective aficionado de Sherlock Junior que entra en una película anuncia la tensión de todos los héroes del cine con el espacio fílmico (hasta la pobre imitación, 60 años más tarde, de Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo) y El camarógrafo que funde por error imágenes documentales incongruentes anticipa las ansiedades que vendrán a expresarse con el auge y el abuso de los efectos especiales.

La superioridad de Keaton sobre sus contemporáneos se extiende también a los mecanismos narrativos. Si aún sorprende la agudeza con que intuyó, a partir de El nacimiento de una nación de David Wark Griffith, el fin del slapstick y de las comedias de dos rollos con bigotudos y policías dándose porrazos, es más notable que algunas de sus propias películas de dos rollos, verdaderas orgías de agilidad, sean obras maestras de la síntesis.

Por lo general, sus argumentos describen a un sujeto arrojado a un universo hostil, que divisa un único refugio en el amor y es asediado por ello. En Policías (22) la desesperación llega a bordes líricos: Keaton logra encerrar en un barracón a una jauría de agentes que lo persiguen por la ciudad, pero cuando su amada le dirige un gesto de desdén, abre el barracón y entra a la negra boca donde será devorado.

Chaplin y Lloyd también enfrentan siempre mundos hostiles. Pero el vagabundo Chaplin es víctima de su condición social en el capitalismo salvaje de la industrialización, y el señorito Lloyd sufre el desquiciamiento cultural de las incipientes megalópolis. Keaton los integra y los supera a los dos en lo radical de su extrañeza ante el universo: como un nuevo Adán arrojado a la tierra, se enfrenta no sólo a la agresión de la sociedad y de la cultura, sino también de la naturaleza, la historia, el tiempo, la física, todo lo que a falta de mejor concepto llamamos realidad. Por eso le es indiferente ser un vagabundo o un señorito.

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