25 de mayo 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Escena de Duel in the Sun,
Duelo al sol,

dirigida por King Vidor,
p
roducida por David O. Selznick

La crítica sociologista ha producido tanta confusión en el cine como el afán de pasar patrañas como “obras personales”. La única manera de reconocer a los verdaderos artistas es, a fin de cuentas, ver las películas.


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EN LOS AÑOS 50, Cahiers du Cinéma tuvo que abrirse paso en un vendaval de objeciones para establecer la primacía del director en la autoría del cine. En los 90, casi no hay película que no sea encabezada por el nombre del director: “Un filme de...”.

Entre estos dos puntos se halla una tumultuosa polémica acerca del carácter del cine: individual o colectivo, “comercial” o “artístico”, industrial o artesanal, institucional o marginal. De ese magma data, entre otras cosas, la categoría del “cine arte”, que, de criterio estético de selección de lo que se exhibe, ha llegado a una desafortunada identificación con marginalidad y rareza, cuando no a una francamente desgraciada pretensión de producción.

Los buenos directores son, en simple, los que han hecho buenas películas, y los mejores son los que han hecho más buenas que malas.

La imposición del director como superestrella tiene poco que ver con el debate de los 50. Con característica sofisticación francesa, los críticos de Cahiers proponían que la categoría de “autor” quedara reservada a los creadores cuya identidad se superponía a las limitaciones de producción y se podía rastrear de obra en obra. La política de autor era, más que la reivindicación del director, un criterio de calidad.

Los anglosajones, siempre respetuosos ante el sofisma, retuvieron el término y comenzaron a distinguir entre autor (impreso) y auteur (de cine). Los caheristas nunca discutieron a John Ford como auteur, pero le negaban ese rango a John Huston, exceso que sólo puede ampararse en el hecho de que Houston produjo varias de sus obras mayores años después.

No les faltaba razón. En los 90, diluido el juicio estético, la frase “Un filme de...” preside hasta la producción más pinganilla. Ello se debe, por un lado, a las pretensiones casi infinitas de los cineastas, especialmente donde se deben tener pocas pretensiones, como los países subdesarrollados. Por otro, a que la industria descubrió, ya en los 60, que el director puede ser una factor de marketing semejante a los best sellers o al star system. Así se ha consolidado el reconocimiento de que en el cine el director es el responsable y el autor, aunque no sea un auteur.

EL PRINCIPIO DE AUTOR HA RESISTIDO todas las refutaciones, partiendo por la más tópica, la que ha pretendido que la industria, cuyo paradigma es Hollywood, no ha sido más que un sistema donde la individualidad es imposible. En Hollywood se respetaban las poderosas personalidades de John Ford, Howard Hawks, Frank Capra y Cecil B. de Mille mucho antes de que las academias los reconocieran. Muchos cineastas de talento que no tuvieron la misma suerte se pasaron a las producciones de bajo presupuesto, donde encontraban mayor libertad; entre ellos hubo auténticos creadores que no dispusieron nunca de la confirmatoria frase “Un filme de...”.

Los iconoclastas que se enfrentaron a cabezazos con el sistema tuvieron diversa fortuna. Orson Welles fracasó, pero Otto Preminger ganó y Stanley Kubrick, que prefirió el camino heterodoxo de emigrar, se impuso a toda restricción.

La complejidad de la producción artística de Hollywood es semejante a la del mecenazgo en el Renacimiento o a la de las cortes europeas del siglo XVII. Pero la crítica sociologista, materialista o idealista, que siempre quiere entender al individuo a partir del rebaño, prefiere el mito del infierno de los grandes estudios, más cómodo y más corto. Es útil saber que el mogul David O. Selznick le hizo la vida imposible a King Vidor en el rodaje de Duelo al Sol, hasta el punto de que el director renunció y las últimas tomas fueron filmadas por otros cineastas. Pero eso no impide que Duelo al Sol siga siendo uno de los mayores westerns de la historia, y que Vidor haya confirmado su plena autoría sobre él filmando, sólo cinco años después, La furia del deseo, con los mismos temas y la misma intensidad.

Los “críticos del bosque”, como los llamó Andrew Sarris, nos recuerdan siempre que a Orson Welles se le quitó el montaje final de Sombras del mal y que nunca sabremos qué gallo habría cantado en caso contrario, lo que es cierto, pero omiten decir que la personalidad de Welles inunda cada instante de esa película y que ella es una de las grandes obras (si no la más grande) jamás filmadas.

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