20 de abril 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Escena de Gun Crazy,
El demonio de las armas
,
de Joseph H. Lewis

Al ver las películas, la conclusión puede no ser inevitable, pero sí es irrebatible: el canon del cine existe y lo centran John Ford, Howard Hawks, Orson Welles, Alfred Hitchcock, Roberto Rossellini y una escasa decena de nombres más.


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EL LENGUAJE DEL CINE HA sufrido una extensa metamorfosis. La retórica de las cult movies, de la cultura camp, del cine Z o del cine X, domina la literatura especializada y se ha infiltrado con fuerza en la enseñanza académica del cine. Junto a los ciegos méritos histriónicos de John Agar, se “redescubre” a Edward Wood Jr. y se exaltan las virtudes mercantiles de Jesús Franco o Darío Argento. Las parodias sobre tomates asesinos, marcianos al ataque y mujeres de 50 pies se han convertido en una especie de medida del ingenio creativo y, lo que es peor, de la inteligencia informada.

La necesidad de la jerarquía estética se impone por sí sola. No da lo mismo cualquier película. El cine no es un páramo donde todo equivalga a todo.

Se trata, por supuesto, de aficiones livianas, casi deportivas, que satisfacen necesidades maniáticas que nos son comunes a todos, casi del mismo modo en que los hacen los vagabundeos erráticos por Internet o los ensamblajes del Tetris. En cualquier caso, hay en estas travesuras mayor cariño por el cine que el de todos los pesarosos trabajos del estructuralismo, el neohistoricismo y el deconstructivismo, por no hablar de esos ataques de tedio que se deben al feminismo y al multiculturalismo. La levedad de las cult movies se parece inefablemente a la que sustentaba al star system de Hollywood, aunque esta última nunca buscó coartadas intelectuales. Pero su origen es menos leve. De manera no tan gravosa y aburrida, lo que estas aficiones insinúan es lo mismo que se viene intentando promover en las cátedras, desde el estructuralismo hasta Derrida: que no hay jerarquías en el arte, que nada es mejor ni peor y que, en ultimo término, la superioridad es un invento de la subjetividad.

Debemos a los próceres del aburrimiento el esfuerzo sistemático de destrucción de la estética que se extiende ya por 30 años. En la literatura, Harold Bloom los ha denominado apropiadamente como la Escuela del Resentimiento. No es un esfuerzo nuevo. El pensamiento occidental nunca se las ha arreglado bien con el goce estético. Desde Platón, con su moralismo recurrente, pasando por Marx y Freud, neomoralistas del poder consciente e inconsciente, hasta Gramsci, el más inteligente de los marxistas después de Marx, la estética ha sido un escándalo difícil de encajar, un bullicio inaguantable en las ordenadas casas de la racionalidad.

Y no es extraño: después de todo, el arte no sirve para nada de lo que tantas buenas personas habrían querido. No sirve para la ideología, ni para la moral, ni para la religión, ni siquiera para el “crecimiento personal”, tal como éste es entendido por la legión de chamanes que inunda nuestros ambientes profesionales. Cuando más, nos ayuda a oírnos a nosotros mismos, nos interna en el yo profundo del que solemos ausentarnos o huir, por conveniencia o por tranquilidad. Lo que nos conmueve del arte, y de las películas muy en especial, no es algo que pueda ser explicado a partir de las condiciones sociales objetivas o de la escuela sicológica de moda, porque se relaciona con el hallazgo perpetuo de nuestras honduras más remotas.

No es que el estudio de las condiciones sociales ni la aplicación de la sicología o la antropología sean inútiles. Es, más bien, que esos estudios no pueden suplantar la apreciación del arte desde sus propias reglas.

Se puede lograr sobremesas sumamente entretenidas especulando acerca de la movilización social del Renacimiento británico para releer a Shakespeare. Y en el cine, ¿qué tal del John Ford que va del New Deal a la guerra de Corea? Godzilla se arropa si se lo confronta con el pavor atómico post-Nagasaki. ¿Y Godard entre la V República y la caída de De Gaulle? Fascinante. Pero nada de eso explica por qué Shakespeare, Ford y, más eventualmente, Godard, siguen teniendo una esencial primacía sobre nuestros sentimientos y formas de conocimiento. Nada de eso alcanza, como no alcanzan el sicoanálisis, ni Heidegger, ni Freud, ni los cardenales ni los imanes.

Gramsci, tan lúcido a la hora de describir las bases materiales de la cultura del medio siglo, fracasa penosamente cuando quiere que ellas sean la traducción de la estética de esos mismos años.

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